Por Manuel Solorzano Clarion Herald Septiembre 15, 2024 24˚ Domingo del Tiempo Ordinario Marcos 8: 27-35
Queridos hermanos: El domingo pasado vimos cómo Jesús iba recorriendo Galilea “haciendo el bien”, o sea predicando la Buena Nueva, haciendo curaciones, etc. Y hoy lo vemos en las cercanías de Cesárea de Filipo preguntándoles a sus discípulos y a Pedro acerca de lo que decían las gentes que observaban todo eso acerca de Él. Esta pregunta se presenta como la posibilidad de tomar conciencia de las posturas al respecto de los que tenemos que darles testimonio sin caer en la demonización ni en la idealización. Pero ante la pregunta: “Y ustedes ¿quién dicen que soy,” no nos pregunta solo para que nos pronunciemos sobre su identidad misteriosa, sino también para que revisemos nuestra relación con él. La respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías,” es exacta: Dios ha amado tanto al mundo que nos ha regalado a Jesús.
¿Sabemos acoger, cuidar, disfrutar y celebrar este gran regalo de Dios? ¿Es Jesús el centro de nuestra vida y de nuestras celebraciones, encuentros y reuniones? Por fin parece que todo está claro. Jesús es el Mesías enviado por Dios y los discípulos lo siguen para colaborar con Él. Pero Jesús sabe que no es así. El Apóstol Juan insistirá en que “no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.” Y el Apóstol Santiago nos dice hoy que la fe sin obras no es auténtica y verdadera fe cristiana, pues con las obras probamos nuestra fe, pero una fe sin triunfalismos y exclusiones de los que no la tienen.
Por otra parte, a aquellos discípulos todavía les faltaba aprender algo muy importante. No sabían lo que significaba seguir a Jesús de cerca, compartir su Proyecto y su destino. Por ello Marcos dice que Jesús “empezó a instruirlos” que debía sufrir mucho. Tienen que saber que el sufrimiento los acompañará siempre en su tarea de abrir caminos al Reino de Dios. Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Toma a Jesús consigo y se lo lleva aparte para “increparlo.”
Había sido el primero en confesarlo como Mesías y ahora era el primero en rechazarlo. Quería hacer ver a Jesús que lo que estaba diciendo era absurdo y no estaba dispuesto a que siguiera ese camino. Y Jesús reacciona con una dureza desconocida. De pronto ve en Pedro los rasgos de Satanás, el Tentador del desierto que buscaba apartarlo de la voluntad de Dios. Se vuelve de cara a los discípulos y «reprende» literalmente a Pedro. Quiere que todos escuchen bien sus palabras: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”, que acepte el esfuerzo de vivir de acuerdo con sus enseñanzas y con sus obras. Y es que seguir a Jesús es una decisión libre de cada uno. Pero hemos de tomarla en serio. No bastan confesiones fáciles. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas. Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al Reinado de Dios. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa. Así pues. No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús. En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros?
Su persona nos ha llegado a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable. Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que somos nosotros. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin darnos cuenta lo empequeñecemos y desfiguramos, incluso cuando tratamos de exaltarlo. Y es que solo seremos testigos creíbles: si nuestra pasión convence; si nuestro amor fascina; si nuestra justicia arriesga; si nuestra fe contagia; si nuestra vida apunta hacia Él.